«El pueblo, al querer ejercer las funciones de los magistrados, deja de respetarlos». Montesquieu
Hace unos mese que venimos expresando nuestras opiniones sobre teorías de la Historia política y el riesgo que vemos de nuestra democracia que se pueda de convertirse en una oclocracia, tiranía del pueblo, lo que, según Polibio (historiador antiguo sobre Teoría de Historia), no sería el primer caso, ni el último, de la historia. Quizá podamos parecer demasiado pesimistas respecto a la capacidad democrática del pueblo español; y ojala estemos equivocados, aunque los hechos y los antecedentes históricos causan preocupación. Porque, lo primero, la igualdad ciudadana e institucional ha cedido en España ante el empuje de la «igualdad extrema», considerada ésta por Montesquieu madre de la corrupción y por Polibio de la oclocracia. En segundo lugar, nuestra Constitución española de 1978 debe ser mejorada para resolver a la luz del 2008 los nuevos retos de república, los administrativos, autonómicos, penales, diplomáticos y sociales a los que se enfrenta nuestra sociedad, así como la separación real de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial, y el modelo de estado que nosotros deseamos sea republicano. En tercero, radicales extremistas políticos, sumados a jueces con vocación política fracasada y a la demagógica manipulación educacional y comunicacional de la masa social avivan, en lugar de corregir, los horrores de la Guerra Civil y agitan la Cuestión Religiosa (como si en lugar del siglo XXI estuviésemos en el XIX, de nuevo olvidando, con Montesquieu en «Del espíritu de las leyes» Súmense, a estos tres puntos de fricción institucional y ciudadana, la crisis económica, la falta de criterio ético y político de una ciudadanía ideologizada por planes de estudio ineficaces y una televisión alienante, la tensión migratoria y los paros laborales, y el resultado no es alentador, cuando menos, en un país como el nuestro acostumbrado a resolver con guerras inciviles las crisis generales.
Afirmó Montesquieu, en 'Del espíritu de las leyes' que «el pueblo, al querer ejercer las funciones de los magistrados, deja de respetarlos». Cada pueblo, escribió con humor Fernando Díaz-Plaja, tiene su pecado capital, y el de España es la envidia entreverada de soberbia. La envidia y la soberbia ibérica, combinada con el relativismo alimentado por los sucesivos desastrosos planes académicos del PP y del PSOE, han logrado que el respeto institucional, cultural y ético casi no exista. Y hoy nuestra sociedad hace buenas las tesis del barón de La Bréde y Montesquieu en su ensayo «Consideraciones sobre las causas de la grandeza y decadencia de los romanos», cuando afirma que «el pueblo cae en la corrupción cuando aquellos en quien confía tratan de corromperlo para ocultar así su propia corrupción». En la España actual, cuando el Gobierno socialista acude al rescate de la banca (privada en sus beneficios, pública en sus necesidades), el ladrillo es de chicle y la especulación urbanística salpica a alcaldes de cualquier signo, la corrupción como alter ego de la igualdad extrema (todos igual en cualquier circunstancia) corroe nuestra democracia como hace dos mil y pico años destruyó al Imperio Romano en su decadencia.
No es el mayor motivo de preocupación la crisis económica que nos invade, sino cómo la va a afrontar y derrotar el Estado cuando institucional y espiritualmente se desangra por la crisis educacional, cultural y ética, haciéndola presa fácil de la desesperación, la insolidaridad y el egoísmo. Es una utopía hablar de austeridad, control en el gasto, ahorro, sufrimiento, trabajo duro, unión y solidaridad cuando por un puñado de euros cada autonomía pelea con las demás, y cada vecino con el resto, los políticos son incapaces de pactar siquiera contra algo tan perverso como el terrorismo, o palabras como patria, bandera, honor, sacrificio, lealtad o familia se tergiversan y desprecian hasta la infamia. Así, no llega la mejora de la Constitución española adaptándola al siglo XXI, se vulnera la separación de poderes entre el legislativo, el ejecutivo y el judicial, se ha salido de cauce el control de las autonomías, se tambalea el estado de bienestar y se resucitan los espectros de de la Cuestión Religiosa decimonónica., por mantenenerse en ese fundamentalismo del nacional catolicismo que tan buenos resultados le dio en la dictadura.
En esta sociedad de las diferencias económicas y sociales es aplicable la máxima «mirum que procedat improbitas cordis humani, párvulo aliquo invitata successu» (es admirable hasta dónde alcanza la arrogancia humana, estimulada por el menor éxito), -de Plinio en su «Historia Natural»-, y no es la crisis económica lo más inquietante respecto al futuro de nuestra democracia: es la arrogancia de quienes en el éxito material y hedonista han confundido la igualdad con la igualdad extrema, la libertad con el libertinaje, el criterio con el opinionismo(la opinión propia), y la sabiduría popular con las necedades de los protagonistas del monstruoso espejo social que es el Gran Hermano y la televisiones basura. Peligrosa soberbia capitalista de nuestra sociedad, porque esta crisis económica va a probar el valor de nuestra ya no tan joven democracia española, afianzándola si vuelve su mirada a palabras como patria, familia, honor y solidaridad o, de seguir el derrotero de su vanidad, hundiéndola en los arrecifes de la oclocracia.
Fidel Campo Sánchez