La toma de posesión de Barack Obama como presidente de Estados Unidos representó ayer mucho más que la llegada de un nuevo mandatario a la Casa Blanca. La multitud reunida en el Nacional Mall y sus alrededores para hacerse partícipe de la ceremonia, la emoción expresada por tanta gente en EE UU y las expectativas suscitadas en todo el mundo permiten pensar en el inicio de un nuevo período histórico.
Son varias las causas de tan inusitado entusiasmo, pero dos resultan las más relevantes: el hastío y escepticismo acumulados a lo largo de los ocho años de presidencia de George W. Bush, que la prolongación de la guerra en Irak primero y el fiasco del sistema financiero después han hecho aflorar con crudeza, y la llegada de un afroamericano a la cúspide del poder y de la notoriedad pública que millones de norteamericanos sienten como acto de justicia frente a la esclavitud del pasado, a la segregación y a la marginación social. Pero el cambio que Obama propugnó durante las primarias y las presidenciales probablemente no habría cuajado en una victoria tan holgada si el ahora presidente no se hubiese mostrado a lo largo del recorrido electoral como un líder empeñado en modificar muchas cosas, buscando puntos de coincidencia con los demás; también con los adversarios republicanos. Así se expresó ante la convención demócrata de Denver, dando a entender que el cambio en ningún caso podía significar revanchismo. También por eso Obama reivindicó ayer con insistencia el legado de las anteriores generaciones, ensalzando sus sacrificios, al tiempo que subrayaba la diversidad de orígenes que enriquecen Estados Unidos.
Inmediatamente después de que anunciara su propósito de optar a la presidencia de EE UU, y cuando sus posibilidades de superar la primera vuelta resultaban más que dudosas, Obama dejó claro que, más que los grandes problemas a los que debería enfrentarse de salir elegido, le inquietaba la «pequeñez de la política» practicada en Washington, «penosa y partidaria». Han transcurrido dos años desde que se pronunciara en unos términos que han variado sustancialmente. En este tiempo el propio Obama ha aportado un espíritu conciliador, de moderación y sensatez, que especialmente tras su victoria sobre McCain ha podido dejar atrás «la amargura, la mezquindad y la rabia que han consumido a Washington», tal como denunció durante la campaña presidencial. Por el contrario, el tono que imprimió a su discurso de ayer, demandando el esfuerzo de sus conciudadanos para «superar la prueba» de las grandes dificultades que ha de afrontar la sociedad norteamericana a causa de la crisis, pero también de la implicación estadounidense en el combate contra una «amplísima red de violencia», demuestra que la preocupación del nuevo presidente señala hoy hacia los grandes desafíos a los que deberá enfrentarse desde el primer minuto de su mandato.
Obama habló ayer al mundo, pero su discurso estuvo dirigido a los estadounidenses, para en su acción de gobierno « crear y restablecer el vínculo de confianza» entre la Administración y la ciudadanía. La esperanza y los sueños que trataba de alentar durante la campaña electoral, expresando el deseo de que ninguna persona se sintiera sola y desatendida por las instituciones de EE UU, tuvo su reflejo ayer cuando advirtió de que la riqueza de dicho país no puede medirse sólo por el crecimiento de su PIB, sino que es imprescindible ampliar las oportunidades de toda la sociedad. Esto, junto a su mención al mercado como una realidad básica pero que «puede escaparse de las manos», y sus apuntes sobre la Sanidad o sobre la diversificación de las fuentes de energía, anuncia un programa reformador para «reconstruir América». Un programa cuya realización depende fundamentalmente de la capacidad que el nuevo presidente tenga para movilizar a sus conciudadanos en un empeño compartido frente al miedo a un declive inexorable de Estados Unidos; frente al fatalismo que lleva a pensar en un futuro inmediato deprimente.
En su discurso de toma de posesión Barack Obama quiso enviar una advertencia expresa, aunque genérica, a quienes representan la «amenaza global». Pero no sólo optó por marcar distancias con el período precedente evitando poner excesivo énfasis en el intervencionismo y abogando, por el contrario, por una actitud de humildad. También se distinguió por las palabras que dedicó a los «pobres y hambrientos» del planeta, condenando especialmente la violencia que recae sobre ellos. Su consideración de que los cambios experimentados por el mundo obligan a cambiar también a EE UU constituyó toda una declaración de intenciones con la que su nuevo presidente brindaba la amistad de su país en una política exterior que presumiblemente se basará más en la concertación y el entendimiento que durante la etapa republicana. Porque si algo indican los cambios a los que ayer se refirió el presidente Obama es que en el concierto internacional los intereses comunes no pueden realizarse ya desde una concepción reduccionista de los mismos, o a través de un liderazgo que cierre el paso al más mínimo matiz. Ahora sólo hace falta que los estadounidenses, a cuyo tesón apeló ayer su presidente, no reaccionen encerrándose en sí mismos. ¡Qué ejemplo más maravilloso de decencia y democracia de un político como Obama y un pueblo fiel a su nacionalismo, que ya quisiéramos para nosotros en esta república bananera que es Canarias!.
FIDEL CAMPO SÁNCHEZ