A pesar de quienes vaticinan la muerte del capitalismo, no creemos que nos encontremos ahora mismo en uno de esos momentos bisagra de la Historia en los que un orden antiguo lastrado por el peso de instituciones y sistemas sociales y económicos insostenibles se desgarra dolorosamente para dar paso a un orden nuevo preñado de promesas. Pero sí resulta verosímil la creencia de que el capitalismo, tal y como lo conocíamos antes de la actual crisis financiera, dará paso a un capitalismo bastante diferente lo que se conoce como Economía Mixta.
El clamor contra los excesos, la relajación de las más elementales normas de prudencia, los fallos regulatorios, los salarios desmesurados de la avaricia de directivos y empresas han transcendido desde hace tiempo los límites de la parroquia anti sistema y se alzan con fuerza desde las conciencias de una clase media amenazada por el aumento del desempleo, ahogada por el peso de las deudas y escarnecida por esos mismos excesos. Los gobiernos se ven forzados a intervenir abiertamente en la economía como no lo hacían desde hace décadas entre el desmayo de los liberales, que ven críticamente cuestionado su paradigma de “gobierno mínimo”, y el entusiasmo de los socialdemócratas, en los que sigue palpitando un corazón intervencionista atemperado por el fracaso histórico de la planificación.
Pero no convendría equivocarse en el diagnóstico. La intervención en grado diverso de los bancos en crisis es no sólo obligada, para evitar el colapso de la masa del crédito y los medios de pago de una economía moderna, sino que es también la consecuencia de la pésima, por no decir inexistente, regulación de los mercados de crédito estructurado por parte de las autoridades financieras en los diferentes países. Se hace tarde, y a un coste considerablemente mayor, lo que no se quiso hacer hace años, dentro de una lógica regulatoria perfectamente asumida por el mercado crediticio convencional; incluso a pesar de que se tratase de una lección duramente aprendida con la Gran Depresión de los años 30 del siglo pasado.
La creación de dinero base -efectivo- en cualquier país está sujeta al monopolio del banco central. Pero la expansión simultánea del crédito y el dinero bancario, vital para la actividad real, se lleva a cabo, a partir del efectivo que crea el banco central, de manera descentralizada en toda economía moderna mediante las entidades financieras especializadas, autorizadas para ello y estrechamente reguladas. Si la masa de dinero bancario -depósitos- y la masa crediticia se contraen repentinamente, podría llegarse a una situación en la que sólo quedase en pie la base de la pirámide; es decir, el dinero en efectivo del banco central, varias veces inferior a la masa monetaria ordinaria, necesaria para el giro del sistema productivo y comercial, habiendo dejado detrás una cadena de quiebras de empresas, hogares y entidades financieras cuyo saldo sería el desempleo masivo y el empobrecimiento general de la población, algo de los cual ya estamos viendo con esos cerca de 4 millones de desempleados.
Antes de que esta situación llegase siquiera a atisbarse, cualquier modalidad de intervención sería sin duda contemplada y puesta en práctica en la actualidad, sin prejuicios ideológicos de ningún tipo. Ninguna economía capitalista está exenta de estos riesgos (las no capitalistas ni siquiera se los pueden permitir). Lo que no debe hacerse es relajar los controles ni dejar ninguna innovación financiera que afecte a la cadena del crédito y los medios de pago -uno es contrapartida de los otros- sin el mismo tipo de regulación que tiene desde hace muchas décadas la operativa bancaria convencional.
Claramente, no se pueden repetir los excesos “creativos'” (no creemos que se pueda llamar innovación financiera propiamente dicha al empaquetamiento de “créditos basura”) ni las negligencias regulatorias que nos han llevado a la situación actual. No es seguro que el sistema, dejado a sus propias fuerzas, no acabase repitiendo este proceso de creación infundada de crédito y que el velo monetario no volviese a agitarse sistémicamente comprometiendo de nuevo la actividad real en una multitud de países. Pero sí estamos bastante seguros que aprenderemos esta lección y que, como sucedió tras la Gran Depresión, pondremos en marcha instancias de control nuevas o renovadas que eviten, al menos, una repetición de lo que ha sucedido en los últimos años.
Pero, ¿qué nuevas instancias? ¿Qué nuevos instrumentos? Mucho se ha echado de menos en esta crisis (todavía no resuelta) al "multilateral man", como denominaba hace días el flamante premio Nobel de Economía, el americano Paul Krugman, a esa instancia multilateral de regulación financiera que al no existir no ha sido capaz de prevenirla. En realidad, habría bastado con que la Reserva Federal hubiese regulado a los bancos (de inversión) de Wall Street con las mismas circulares que la Fed., o cualquier Banco Central para el caso, envía regularmente a los menos glamurosos bancos comerciales, los de toda la vida.
Aquella especie de banqueros, ahora extinta, siempre se resistió a tal regulación y, curiosamente, encontró en Alan Greenspan, el anterior presidente de la Reserva Federal, al mejor defensor en su afán por escabullirse de la misma regulación que afecta a los bancos comerciales y ahora lo vemos ruborizado por haberse equivocado y pagando las consecuencias los de siempre, el pueblo llano.
Pero no estará de más que, en el futuro, si queremos evitar el contagio sistémico, además de las salvaguardas a escala nacional, se establezcan los controles multilaterales oportunos.
Fidel Campo Sánchez