Las celebraciones navideñas han constituido y constituyen un fenómeno social de extraordinaria importancia porque en ellas se conjugan perduración y metamorfosis; referentes eclesiásticos, populares y de la cultura de masas, y especialmente una excepcional complejidad del sujeto celebrante. En la actualidad, no hay otro tiempo social a lo largo del año tan intensa y extensamente construido, mediante la ambientación, la iconografía, la mitología y la diversidad de prácticas.
Hablamos de ciclo navideño (quince días) porque abarca un conjunto de celebraciones que se preparan antes del 24 de Diciembre (con compras de regalos, avituallamiento de sugestivas provisiones, celebraciones en el lugar de trabajo, ambientación en casa y en la calle, en galerías y centros comerciales, felicitaciones y tarjetas) y culminan tras el día de los Reyes Magos, con el retorno de los niños a las escuelas y colegios.
Se trata de un período de vacaciones escolares, al que crecientemente se suma un porcentaje importante de la población. La mayoría de los que vacan lo hace para visitar a la familia, aunque este motivo sigue una tendencia decreciente, frente a otros como hacer turismo, descansar y hacer deporte, que crecen. A pesar de todo, se infiere que el rasgo más destacado y prototípico de las Navidades es su carácter de fiestas familiares y tener presente que la familia es la piedra angular de la sociedad.
La Navidad es una fiesta masiva, con un extraordinario vigor, en la que permanecen elementos de larga duración (lotería, regalos, comidas) y que se ha estructurado en torno a la celebración compleja del hogar en una época en que impera paradójicamente «un mundo sin hogar». Baste recordar que el hogar de principios del siglo XXI se parece bien poco al de principios del XX. Y, sin embargo, ahora que la “sagrada familia” es menos “sagrada” y más profana que entonces, en el sentido de menos uniforme, monolítica y religiosa; ahora que la familia cuenta con menos consenso cultural que nunca, que ni reza unida, ni se sienta a la mesa cada día, porque hay más movilidad y más increencia; ahora que predomina una familia menos estable y duradera, justamente ahora, hay más celebración navideña que nunca. Y ésta se desparrama por todo el globo, que se ha mediatizado y alcanza cotas de penetración inéditas.
Habitualmente encontramos fiestas con sujetos claramente definidos: la familia más o menos extensa, el grupo de amigos, la categoría de edad o de estado, una localidad, una nación. En las Navidades todo es más complejo: fueron recreadas hace siglos como fiestas cristianas, pero su ámbito de implantación desborda ampliamente el universo cristiano; el principal espacio sagrado de las celebraciones no es el templo, sino el hogar familiar con su ambientación propia, pero la festividad también se desparrama por calles y plazas, con intervenciones institucionales de diverso tipo, y este espacio público y general se reintroduce en el hogar mediante la impregnación de la programación televisiva y de las conexiones singulares (toque de las 12 campanadas de Fin de Año, discursos del Jefe del Estado u otras autoridades, eventos musicales y deportivos, etc.), de manera que el sujeto de las Navidades se configura como sujeto mediado y mediático. Es a un tiempo una fiesta de todos y, sin embargo, ese sujeto universal no está constituido como tal, sino vertebrado en las pequeñas unidades de los hogares o de los grupos de amigos. Son fiestas que se exhiben públicamente, y se celebran masivamente, para pasarlas en privado.
El ciclo navideño tiene una mitología propia, un rico imaginario nutrido de un amplio repertorio de personajes legendarios y elementos fabulosos (Papá Noel, Santa Claus, elfos, ángeles, los Reyes Magos, la Estrella de Oriente, pastores, renos,...) Esta mitología, traducida al celuloide y plasmada en cuentos en infinitas versiones, se plasma en prácticas asociadas: colocación del Belén y del Árbol, ornamentación de la casa, dramaturgia de los regalos cuya donación se atribuye a seres legendarios o históricos, prácticas de conjura en la entrada del Año Nuevo, etc. Lo religioso, pues, no se limita a los referentes cristianos ortodoxos derivados de los relatos evangélicos, sino que se ha ido impregnando históricamente, y la mezcolanza de elementos religiosos y profanos se ha acelerado en los últimos años con la globalización de la Navidad.
Toda esta mitología es asumida con una cierta dosis, si no de escepticismo, sí de distanciamiento. No se practica y enuncia en el universo de una comunidad de creyentes o conversos, sino más bien en el de una agregación de "descreídos postmodernos" inmersos en una suerte de nueva era. Quizás estemos ante una religiosidad impura y acomodaticia, que práctica con absoluto descaro la mezcla e hibridación de los más diversos elementos; esquizofrénica y hasta hipócrita, si se quiere, como dicen de ella cada año las voces tonantes desde el púlpito de la prensa ante la inmersión consumista de las masas.
En definitiva, lo que registramos inequívocamente es la vigencia, alcance y coactividad social de una singular religiosidad, que, aunque busque escenarios privados, tiene una naturaleza esencialmente pública, y aunque se mantenga firmemente adherida a los referentes básicos de la liturgia cristiana, los mezcla sin complejos y utilitariamente con las más diversas figuras de la cultura de masas. El imaginario y el ritual del ciclo navideño es un espacio paradigmático de compromisos entre universos diferentes y aún contradictorios; un campo de experimentación cultural.
Fidel Campo Sánchez