Hay en nosotros muchas gotas de conservadurismo: sí, de esa tendencia a mirar al pasado en busca de explicaciones a los asuntos del presente, cuando no de seguridades. Se pone de manifiesto en las cosas cotidianas; especialmente en aquellas que más vínculo guardan con las de la infancia o a la adolescencia.
No es de extrañar, por tanto, que valoremos las cosas que hoy ocurren en relación con las señales que nos quedan de entonces. Y que, por ejemplo, creamos que un invierno es lo que tiene que ser si se parece a los de antes. A los del recuerdo. Hemos tenido oportunidad de oírlo estos meses en la espera del quiosco para adquirir el periódico, en el trabajo, en la barra del bar o en la plaza. En todos los sitios. Cuando alguien se refería a la persistencia del mal tiempo, la gente de cierta edad apuntaba que ni más ni menos que como antaño: que no se apeaba uno de la manta, del paraguas o del abrigo. Como queriendo decir que nos habíamos acostumbrado mal; que lo que había ocurrido en los últimos años no era invierno ni era nada. Al menos en Canarias.
Eso sí, de la misma forma que este duro invierno de lluvia y frío nos ha evocado los de otros tiempos, también su final nos crea la esperanza de que llegue la primavera y, con ella, se obre de nuevo el milagro de la luz en las Islas. En nuestro entorno más inmediato. Algo parecido a lo que, al decir de Antonio Machado, consiguió hacer con aquel olmo viejo de tronco carcomido: que brotaran “algunas hojas verdes” Porque, puestos a anhelar algo, qué mejor que aquella primavera sin contradicciones que solemos asociar con las edades primeras. Por muy idealizada que la tengamos.
Fidel Campo Sánchez