La reacción pública del presidente de la Generalitat tras hacerse público el extraordinario alcance de la “operación Pretoria'”, que involucra a relevantes políticos del PSC y de CiU, consistió en subrayar que «no todos somos iguales». Y en efecto, así es. En política, como en todas las actividades humanas, hay personas de principios que se acomodan escrupulosamente a sus pautas morales y desaprensivas que están dispuestos a aprovechar cualquier resquicio para beneficiarse ilegítimamente como hemos venido viviendo en esta Democracia vigilada por ineptos y corruptos
Pero, dicho esto, que por lo demás es una obviedad, no queda más remedio que traer al análisis aspectos cuantitativos del problema: lo realmente grave no es cada escándalo de corrupción que se descubre sino la suma de todos ellos. Porque cuando tiene lugar una acumulación de conductas delictivas como la que estamos presenciando, y que afectan a la práctica totalidad de las fuerzas políticas presentes en la escena pública, es que, además de fallar el bagaje ético de esta sociedad, falla también el sistema mismo, que da facilidades para el latrocinio y no dispone de los controles suficientes para detectarlo cuando asoma, y no después de que las arcas públicas hayan quedado exhaustas.
Conviene señalar que, en el sistema de representación, los aparatos de los partidos tienen un gran ascendiente sobre la clase política y eso es lo grave ya que limita la voluntad popular. Las listas cerradas y bloqueadas hacen que el profesional de la política esté en manos de su organización y en lo delictivo cuales delincuentes. En consecuencia, la conducta individual de cada miembro de un partido repercute inevitablemente sobre el colectivo, que debería responsabilizarse de la rectitud de quienes hablan y actúan bajo sus siglas y en su nombre. Ya se sabe que la responsabilidad penal es personal e individual, pero, en términos políticos, se equivocan las organizaciones al creer que expulsando a los corruptos de su seno recuperan por completo la virginidad: la mancha de la corrupción salpica a todos, porque todos permitieron que el indeseable actuara en su nombre y, ¡a veces!, conscientemente con tal de contribuir a las arcas del partido político, veamos sino los numerosos ingresos monetarios del “caso Gürtel” que afecta al PP.
Pero el fallo principal ha estado evidentemente en los controles públicos. Es significativo que la riada de escándalos de corrupción que se acumula en los juzgados esté directamente vinculada a la euforia urbanística que este país ha experimentado durante los últimos quince años, una de las consecuencias de la crisis económica hasta el estallido de la burbuja. La gran facilidad con que los gestores públicos podían conseguir plusvalías mediante una simple decisión ha generado la venalidad, sin que las infracciones fuesen detectadas a tiempo por las instituciones de fiscalización: desde la intervención general hasta la inspección tributaria o la fiscalía anticorrupción que, por cierto, ya se preocuparon de casi anular en el Gobierno del PP. A fin de cuentas, todos sabemos que cuando Maragall habló del famoso «tres por ciento» no estaba fabulando. Y cabe recordar que en este país, un ministro de Obras Públicas, José Borrell, llegó a pedir públicamente a las empresas que no cedieran a las demandas de los «conseguidores».
El rearme ante la corrupción ha de ser, pues, de dos clases: por una parte, los partidos deben regenerarse moralmente y organizarse de tal modo que el servicio público que presten sus miembros en las diversas administraciones sea supervisado por la correspondiente fuerza política. Un partido político debe poder garantizar la solvencia y la honradez de sus cuadros.
Y, de otra parte, el sector público debe mejorar sus sistemas de fiscalización, tanto para disuadir a los facinerosos cuanto para detectar las desviaciones antes de que hayan desarrollado todo su efecto devastador. En este sentido, no se entiende cómo el Parlamento no ha creado todavía una comisión encargada de analizar qué dispositivos legales deberían establecerse para que -digámoslo claro- robar dinero público sea mucho más difícil que actualmente. Pero ya el colmo de la desfachatez de estos delincuentes es que se ofendan porque aparecen en las televisiones esposados, ¡qué pretenden que, como delincuentes les pongan una alfombra roja, a modo de digna pasarela para ocultar su vergüenzas? Si realmente somos todos iguales ante la Ley, iguales han de ser los derechos, las obligaciones y responsabilidades, y, además, los políticos corruptos deben ser expuestos en una galería a modo de pasarela de lo que está de moda: la corrupción.
FIDEL CAMPO SANCHEZ