Se ha hablado y escrito mucho sobre la injusta desaparición de la taberna ” La Oficina”, uno de los últimos vestigios donde dejaron en sus paredes su huella grandes poetas, pero absolutamente nada del cierre definitivo del popular Bar Castillo, que regentaba Luís Pérez, cariñosamente conocido por “el Pipeta”.
El bar Castillo ha sido sin lugar a dudas, el sitio por antonomasia de encuentro más singular de La Laguna desde los años cincuenta. Su simpática y ocurrente tertulia ha servido de motor para mantener este “santuario lagunero” abierto y sin reformar durante tantos años, congregando a los personajes más singulares que se recuerdan en la ciudad. No podemos olvidar los monólogos de Paco Melián y sus singulares profecías sobre el destino de Europa cuando los chinos la invadieran, mientras daba lecciones de fotografía bajo la atenta mirada de Antonio Calimano o nos hablaba de la reparación de una bobina kilométrica, ante la cara de sorpresa que ponía Luís Humberto, mientras Pricio miraba de reojo. Allí se reunían a diario en ceremoniosa partida de póker, Manuel Linares, Félix Rupérez, Juan Padrón, Argeo Pérez Godiño y Pepe Cacharro, para jugarse el valor del cortado o del simple cafelito. Cuando le tocaba pagar a Fernando González, sacaba de la cartera un billete de un dólar. Luís miraba el billete y contestaba que no tenía cambio, mientras Andrés Pérez, le declaraba que no se fiara del ·”goma”, pues lo quería engañar.
Por la tarde acudían, entre clase y clase de instrumentos de cuerda, en especial guitarra y timple, Manuel el campanero que merendaba con apetito desaforado un sabroso y tremendo bocadillo de mortadela o de tortilla preparada por Luisito, ocasión que aprovechaba Penedo para explicar el número de huevos que debe llevar la misma, con la anuencia de Paco Bambi. Luciano el electricista, con su flor en ojal y presumiendo de ser un buen tenor, mientras Manuel el Carnero afirmaba con contundencia, que el único que conocía música era él, ya que había tocado el Bombardino en la Banda de Música la Fe con don Alonso Castro.
Al otro lado de la calle, Angelito Linares desde su tienda, gastaba bromas sobre un loro parlanchín de su familia, al que habían enseñado palabrotas, broma que irritaba a Víctor (vitocho) Cortázar, mientras Ángel Benítez de Lugo (hijo) intentaba poner paz, Que no se conseguía del todo, por las constantes intervenciones de Juan Lestón y los disparates añadidos de Tirso, mientras Cecilio Bisshopp, apuntaba con cara de pocos amigos. En el extremo y junto al arco de paso, Carlos de la Cruz con cara seria y Pepe Gámez aguantando el tipo, escuchaban al famoso Manolo, el hombre de la voz acampanada, dar su recital de repiqueteo monótono, con o sin las pastillas recomendadas por Otto, propietario de la Dulcería La Princesa.
Por las tardes Mateo Arvelo tomaba su cortadito y Tomás Morales su café, mientras hablaban de procesiones de Semana Santa, de la Romería y otros eventos. De vez en cuando sonaba el teléfono, cuyo número por aquellas fechas era el 25.00.79 (hoy con el prefijo 922), para que Mané, desde la barbería, llamara haciéndose pasar por Guillermo el sargento de la Policía Municipal, advirtiendo que las intervenciones airadas y las carcajadas, molestaban a los vecinos y transeúntes. Cuando le contaba la llamada de la Policía a Paparrachan, pedía inmediatamente un dedito de “coñat” (coñac), pues se la bajaba la tensión y si el “Estudiante” desafiaba a los concurrentes a mantener una luchada, Luciano el Goleta le amenazaba con darle cuenta a don Ángel Benítez de Lugo y al sargento Antonio.
Descanse en paz el Bar Castillo que da paso al empuje de Pymes modernas y fuertes, mientras las tertulias laguneras languidecen ya que ni el Casino las quiere, pues dicen que no aportan nada a la sociedad,
Fidel Campo Sánchez