La decisión del Tribunal Supremo de admitir a trámite la querella de Manos Limpias – que dirige un discípulo fascista de Blas Piñas , contra Baltasar Garzón por un presunto delito de prevaricación, al intentar instruir la causa por los crímenes de la Guerra Civil y el franquismo , constituye una iniciativa de indudable relevancia que compromete la integridad del magistrado de la Audiencia Nacional en el ejercicio de sus funciones. Con independencia del curso que sigan las diligencias, el mero hecho de que cinco magistrados, entre los cuales, ¡al parecer!, hay uno perteneciente al sindicato denunciante hayan acordado que hay elementos para investigar a Garzón por haber actuado de manera irregular a sabiendas de que lo hacía, hace planear una perniciosa y vil sombra de sospecha sobre la conducta de un juez distinguido por su interpretación extensiva de las capacidades de la ley para perseguir delitos singularmente complejos; y en un asunto tan sensible, al implicar a familias que legítimamente reclaman que se localicen y exhumen los cuerpos de los fusilados.
Que el Supremo haya optado de manera unánime por aceptar la querella de Manos Limpias -sindicato conocido por su afán denunciador-, y ello a pesar de que la Fiscalía no ha apreciado delito en primera instancia, no hace más que subrayar la gravedad de una decisión que resulta no muy comprensible a la luz del comportamiento de Garzón, como también el que se demuestra, una vez más que este juez justiciero no es muy querido por algunos de los suyos, aunque justo es reconocerlo todos somos iguales ante la ley y Garzón incluido pues así el mismo lo ha reconocido.
Es elocuente que el Supremo reproduzca en su auto los argumentos esgrimidos en su momento por la Fiscalía para oponerse a todos los intentos del magistrado por justificar su jurisdicción. Un propósito que le llevó a transformar la búsqueda de las fosas comunes que compete a los juzgados ordinarios en una causa por crímenes de lesa humanidad, un delito permanente de detención ilegal en la persona de los fusilados en paradero desconocido y contra el Gobierno republicano; calificaciones que le habrían permitido soslayar la prescripción de los hechos investigados, la irretroactividad de las normas penales y la Ley de Amnistía. La inhibición “in extremis” del propio Garzón, asumiendo que no podía proseguir con el caso dado que Franco y los 39 dirigentes del régimen a los que acusaba han muerto, evitó que la decisión posterior de la Audiencia Nacional negándole toda competencia le desautorizara aún más expresamente.
Es dudoso que Garzón no supiera que trataba de instruir un procedimiento inviable, como resulta evidente que el auto del Supremo sitúa en un brete a la Fiscalía. Ahora, el Alto Tribunal debe resolver si sigue adelante con la querella y si hay motivos fundados para creer que el magistrado prevaricó, pese a la opinión en contra de la mayoría del pueblo que opina todo lo contrario. Se trata de una sospecha muy seria, ante la que Garzón tiene todo el derecho a defenderse, ya parece haber nombrado abogados. Pero sin que ello pueda obviar que la primera obligación del juez, por encima de la bondad de la causa que persiga, es ceñirse a los márgenes de la ley y el Derecho, nosotros creemos que si ha podido incurrir en algún error, lo que hizo debía hacerse y los descendientes de los represaliados se le agradecerán pues ya era hora que se dilucidará lo que durante 40 años del franquismo hubiera algún juez que destapara la caja de pandora para mostrar al pueblo los horrendos crímenes y auténticos genocidios cometidos por esos del pensamiento único que, aun hoy, se resisten a que vivamos en un Estado de plenas libertades y que los restos de los familiares represaliados continúen en las cunetas de cualquier lugar.