7.5.09

MORIR POR UNA VULGAR GRIPE



Desde la segunda mitad del siglo XIX, la intelectualidad de la época y por supuesto las gentes del común, consideraban que los avances científicos, los nuevos descubrimientos y el desarrollo de la civilización, conducirían indefectiblemente al progreso indefinido de la sociedad. El francés Augusto Compte dio base a este pensamiento, conocido como positivismo, del que se alimentó el mundo hasta encontrarse con la destrucción provocada en la Primera Guerra Mundial. Posteriormente, el siglo XX ha seguido el camino parejo de la barbarie social fue la época de las grandes matanzas, de los genocidios, de los totalitarismos junto a un desarrollo científico como jamás se había visto antes, en la que el átomo se convirtió en símbolo de la destrucción total.

Entramos en el siglo XXI con las herencias del pasado inmediato, y la creencia de que, nuestra civilización, todo lo tiene controlado. Somos capaces de clonar la vida, de alcanzar planetas lejanos, pensamos en dominar cualquier enfermedad por ingeniería genética, y tratamos de organizar instituciones y dictar normas a escala mundial para el buen gobierno de todos los países. Sin embargo, siguen surgiendo acontecimientos que escapan al control humano y desbaratando sus previsiones. Y nos referimos a los tsunamis o los terremotos que de vez en cuando nos recuerdan la presencia de fuerzas cuyo control se nos escapa.

La aparición de la mal llamada gripe porcina, ocupa hoy todos los titulares de actualidad. Se contabilizan los nuevos casos, se cuentan los muertos, se acumulan los antivirales, se cierran los locales de concentración pública y hasta se piensa en cerrar las fronteras, como medidas de protección hacia lo que se considera una nueva Peste Negra, capaz de acabar con la Humanidad. Un mundo capaz de trasplantar cualquier órgano, una sociedad que pretendía garantizar aquel slogan de «Salud para todos en el año 2.000», se conmociona ante una epidemia gripal que, de momento, solo ha provocado muertos en México y un bebé en Estados Unidos. Lo cual no es óbice para que se hayan agotado las mascarillas, se reserven plantas enteras en los hospitales o se haga acopio de medicación antiviral. Las causas de la elevada mortalidad en el país de origen no se han explicado -quizás por una mayor agresividad de la enfermedad en su fase inicial o por una mayor incidencia en personas con débiles defensas naturales- pero se han tomado medidas de prevención al grado máximo. Estas podrían incluir la prohibición de viajar a los focos de origen, los cierres de fronteras, la anulación de cualquier concentración pública. Un mundo encerrado en sus casas, cubierto por mascarillas, atenazado por el terror mientras los científicos se devanan los sesos en busca de soluciones.  

No hace mucho, algo similar ocurrió con la aparición de un foco gripal en China. Se aisló al personal de los hospitales, en los aeropuertos se instalaron detectores térmicos para los viajeros, se aniquilaron pollos por millones y cualquier pato muerto recogido en un campo europeo era sometido a conspicuos análisis para determinar si portaba el virus. Al final, como en cualquier epidemia gripal, la infección finalizó por lisis, es decir por la inactivación espontánea del germen causal.

Hoy, el mundo occidental se conmociona por las proporciones de una crisis económica de proporciones nunca conocidas, viendo cómo sus bancos amenazan con quiebras, sus industrias se desmoronan y su comercio se paraliza. Entretanto Irán anuncia su extensión de pruebas nucleares, el hambre y el Sida sigue exterminando a millones en África, el islamismo radical mantiene sus frentes en Pakistán o en las calles de Bagdad, y la malaria o la desnutrición siguen matando a millares de personas al día. Pero basta que aparezca un brote gripal de características contagiosas -como todas las infecciones víricas - para que nuestra sociedad olvide sus preocupaciones diarias y solo piense en lo ridículo que es morirse de gripe. Hasta hace poco, nuestra mayor preocupación ante aconteceres apocalípticos lo constituía el miedo al llamado cambio climático, ese esperpento capaz de provocar la inundación inminente de nuestros litorales, la desaparición de las cosechas, los hielos de Groenlandia y del oso polar, la destrucción de nuestro mundo. Todo esto ha sido profetizado por multitud de hábiles expertos, capaces de pronosticar cómo será nuestra vida dentro de cien años. Pero nadie había contado con que la Humanidad podría morir por una vulgar gripe, que es lo que está ocurriendo en la actualidad y con la se están enmascarando otros problemas mucho mayor calado.

 

Fidel Campo Sánchez