12.6.09

HIPOCRESIA ESTRATOSFERICA.

Con la arribada de Cristiano Ronaldo al Real Madrid ha culminado la larga negociación con el Manchester United con el traspaso más caro de la historia del fútbol mundial. Los 94 millones de euros que pagará el club blanco por el último Balón de Oro constituye una cifra que sobrepasa los fichajes galácticos que encabezaban hasta ayer la lista -Zidane, Kaká y Figo-, todos ellos consumados bajo la presidencia de Florentino Pérez. Esta evidencia deja constancia de la singular concepción que tiene el mandatario madridista del fútbol y del negocio que tanto lo condiciona, cuyo efecto más inmediato ha sido, además de provocar una oleada de reacciones contrapuestas ante la cantidad abonada, el de volver a desplazar hacia el Bernabéu la atención capitalizada esta temporada por el Barcelona.

La indiscutible calidad del jugador portugués, la promesa de revulsivo que encarna para un equipo deprimido por la sequía de títulos y la rentabilidad que puedan comportar los derechos de una imagen planetaria explican el interés por Cristiano Ronaldo. Pero es más difícil que todas esas expectativas justifiquen por sí solas el pago de una cantidad que, a modo de ejemplo, equivale al plan de ayudas del Gobierno al sector del automóvil y que siempre resultará muy complicado ponderar a la luz únicamente del rendimiento que ofrezca la nueva estrella blanca.

A estas alturas, constituye un ejercicio de hipocresía o sorprenderse por una operación como ésta, cuando el fútbol lleva años escribiéndose con traspasos y presupuestos desmesurados y cuando, además, parece existir demanda de ellos entre los aficionados más incondicionales y tolerancia en los demás. La advertencia del hoy presidente de la UEFA, Michel Platini, sobre los desequilibrios que los «fichajes fastuosos» pueden suponer para el juego limpio financiero y para las competiciones alerta sobre el riesgo cierto que las inversiones desmedidas están implicando no ya para la solvencia deportiva de los distintos campeonatos y su contraste con el resto, sino para la propia supervivencia de los clubes que los integran. Una amenaza que se ha agudizado también por efecto de la crisis y que podría desembocar a más largo plazo en la pérdida de identificación entre las hinchadas y los amantes del fútbol y los equipos que lo hacen posible. Especialmente cuando su valor como simple juego, como constructor de emociones para el disfrute colectivo, se diluye en condicionantes quizás inevitables pero mucho más prosaico, vulgar y sin interés especial, por estar demasiado relacionado con lo material y avaricia desmedida de los de siempre a los que habría que investigar sus fortunas, aquí, allá en paraísos fiscales y que, además, contrasta con las hambrunas que existen en ese tercer mundo, víctima de la usura y el escarnio de los colonizadores y explotadores.

Fidel Campo Sánchez