A grito pelado. Como si se tratara de una bronca en la plaza del pueblo entre chulos y faltones. Así se mostraron los dirigentes políticos en esta campaña para las elecciones europeas. Y es una pena; cuando creíamos que ya participábamos de las inquietudes y los comportamientos europeos, resulta que nos sitúan de nuevo en sus márgenes. La prueba está en que, en vez de servirse de dicha campaña para proponer ideas y proyectos en torno a Europa y a nuestro sentido allí, resulta que optaron por buscar el voto como sea; incluso, despellejando al adversario con lo que tienen más a mano, la corrupción, esa lacra que tanto está desprestigiando a la política.
Eso se llama reducir las consultas electorales a un simple escrutinio de votos. Con lo bien que nos vendría -sí, a nosotros, pues Europa no supone la supresión de los estados nacionales, como éstos tampoco han acabado con sus regiones- pensar en Europa y hablar de ella, y no sólo porque más del 70 de nuestras leyes estén determinadas por las normas de la UE, sino porque, en la difícil situación en que nos encontramos, nos resulta fundamental ver la manera de acercarnos definitivamente a las formas culturales y económicas dominantes en la mayor parte de sus países.
Y es que, dados los problemas que acucian sobre todo a nuestra economía, no nos vendría nada mal que consideráramos a Europa como el espacio en el que asegurar nuestro progreso. Como, por cierto, ha venido ocurriendo en tantos momentos de nuestra historia; aquellos en que los sectores más progresistas entendieron que la mejor manera de sacar a España y sus territorios coloniales del aislamiento y del atraso en que se encontraba era acercándola a sus formas de vida. Homologándola con los países más avanzados. Desde algunos precedentes allá por los Siglos de Oro hasta el acercamiento definitivo logrado hace apenas treinta años, muchos han sido los que se han manifestado a favor de la integración europea como la mejor forma de superar nuestra impenitente decadencia. Larga y penosa decadencia, a la que ya se refiriera Quevedo con aquella imagen de los muros desmoronados de su patria, y que fue intensificándose al tiempo que avanzaban las sociedades europeas.
Más, como decimos, no faltaron por fortuna los que quisieron aproximarse a Europa. Y, entre las voces primeras y más nítidas, cabe destacar tanto las de algunos ilustrados, como es el caso de Jovellanos y otros muchos, tan comprometidos con unas reformas sociales que nos situaran junto a los países más desarrollados, como las de aquellos afrancesados -Larra, entre ellos- que pensaban que la triste situación del país y sus territorios coloniales necesitaban de una urgente europeización. Por fortuna, no acabaría aquí la cosa. Este proyecto de apertura y aproximación a los países más avanzados se iría acentuando con el tiempo; hasta el punto de resultar enormemente significativo ya en el entorno progresista que dio lugar al 98, o un poco más tarde en el Novecentismo, aquella corriente liderada por Ortega y Gasset y caracterizada por su afán europeísta. Eso por no hablar de los esfuerzos realizados en la Segunda República y en la oposición a la dictadura por sacar a España del aislamiento en que se encontraba.
Significativos precedentes, pues, del afán por superar las carencias que el país presentaba. Su enorme retraso. Una situación que, por desgracia, aparece de nuevo y que reclamaría parecidos compromisos a los de antaño para superarla mediante el contacto con Europa. Porque así es; de nuevo nos encontramos lejos de participar del desarrollo europeo en ámbitos fundamentales del vivir colectivo. Muy lejos de sus niveles de paro o de fracaso escolar, y con un modelo productivo que no ofrece garantías ni de competitividad ni de futuro, y cuya modernización tanto depende de herramientas que hemos tenido tan abandonadas: de la evolución tecnológica y de un sistema de cualificación con el que formar el mejor capital con el que hoy pueden contar las sociedades avanzadas, el llamado capital humano. Así las cosas, no es de extrañar que nos encontremos hoy con un sistema productivo con tantas insuficiencias. Porque lo cierto es que, a las de una industria arcaica, hay que sumar las de una agricultura que está llevando a los campesinos a la extinción, según reconocía hace poco la propia ministra del medio rural, Elena Espinosa. Desafortunada Política Agraria Común que limita la producción láctea o que, en lugar de favorecer el desarrollo rural, ha optado por el derroche de gastos o subvenciones incomprensibles por dejar las tierras en barbecho o los girasoles sin cosechar. En fin, demasiados problemas y carencias que envuelven al país en un desbarajuste fabuloso.. Suficiente motivo, creo yo, como para aprovechar esta campaña electoral y tratar de ellos y de la forma en que Europa podría contribuir a solucionarlos. En otras palabras, para recuperar aquel entusiasmo que en los primeros años ochenta del pasado siglo nos acercó a los países de nuestro entorno, facilitando con ello nuestra definitiva incorporación al bienestar.
Pero, desgraciadamente, no parece que vayan por ahí las cosas; a tenor de cómo se muestran a diario, a los dirigentes políticos de aquí no les interesa nada de esto. Están en otra cosa: en defender como sea sus intereses personales y de partido o de gobierno. Y esto no nos lleva a ninguna parte, la verdad sea dicha.
Mas nos valdría que dejaran la bronca y su obsesión por el poder a toda costa, y se hubieran servido de esta campaña electoral tanto para hacer propuestas a favor de la entidad política de Europa y su papel en el mundo, como para reafirmar nuestra presencia en ella, que es donde se encuentra nuestro futuro y progreso.
De nada vale ensimismarnos en esta política de campanario, tan cateta y casposa. Tan inútil, a fin de cuentas.
Fidel Campo Sánchez