27.7.09

La catedral del millón de euros


Por estos días de sopor veraniego se cumple la efeméride histórica de la fundación para nada idílica de la ciudad de La Laguna, al fin sin paseos militares triunfales y pendones reales sacados de la ponzoña oficial.

Una ciudad que todavía celebra con jovialidad su declaración como patrimonio de la humanidad por la UNESCO y que representa entre las islas un modelo cultural a seguir, aunque la vetusta atmósfera de su universidad centenaria esté extinguida por la presión propagandística de Cajacanarias y su mítico trazado urbano, que estuvo afianzado como uno de los más singulares referentes arquitectónicos utilizados de avanzadilla colonial en toda América, ahora no suponga más que un duro quebradero de cabeza vecinal por la amenaza de las expropiaciones sobre los barrios populares afectados bajo la apisonadora aeroportuaria de AENA.

Uno de sus más distinguidos estudiosos, Adrián Alemán de Armas, tras una larga y brillante trayectoria nos legó una serie de trabajos sobre la urdimbre tradicional de sus casas y los problemas derivados de la compleja organización espacial de Aguere. Su denominación toponímica quedó trasvasada al castellano tras consolidarse los cimientos de la ciudad en las inmediaciones de una laguna secada artificialmente hace apenas un siglo y medio. Hay que decir que todavía los cabos de las barcas empleadas por los monjes para cruzar el charco primitivo se pueden encontrar en algún remoto rincón de la vega lagunera, al igual que muchas otras joyas de aureola histórica que pasan desapercibidas para la mayoría, como el monumento abandonado a su suerte en el enclave de San Roque- donde tuvo lugar la batalla en la que pereció Tinguaro- con unas vistas privilegiadas de toda la ciudad. No resulta extraño que en las vitrinas del consistorio se guarde como oro en paño un estandarte de consonancias bélicas y que la carta municipal de yacimientos arqueológicos con grabados precoloniales- si es que existe tal carta- o la red de ejemplos etnográficos de enorme importancia como los molinos de viento y agua, entre muchos otros, apenas trasciendan públicamente y queden custodiados en la sombra de la mediocridad para la posteridad.

Incluso los legajos del antiguo cabildo insular permanecen guardados con intrascendencia en el archivo municipal, otra prueba de la dejación más arbitraria hacia los símbolos de nuestra historia. Esto pasa solamente en los pueblos que preservan malamente la memoria de su devenir bajo los signos de la represión y el desprecio hacia sus propias señas de identidad. Parece que ya no quedan ejemplos vivos del amor por el pasado, como lo fueron a su manera Juan Álvarez Delgado, Serra Rafols, Cioranescu o el propio Adrián Alemán de Armas. ¿Qué será de la antigua Aguere, cuna de la escuela romántica y espacio vital para la creación de los últimos poetas octogenarios que se nos irán por la inviolable ley natural?. Digo esto con todo el respeto del mundo pensando en referentes ineludibles como Maria Rosa Alonso, Arturo Maccanti y Carlos Pinto Grote refugiado en su mítico horno literario?

Y es que la noticia reciente que llega desde los lejanos redobles cortesanos del Ministerio de Cultura ha puesto de plena actualidad una polémica ciudadana que tiene que ver con la conservación del patrimonio. En el Obispado deberán estar festejándolo, algunas empresas contratadas normalmente a dedo por el ayuntamiento estarán frotándose las manos y muchos vecinos todavía andamos boquiabiertos mientras elevamos la vista al borde de la catedral, con sus patos muertos de hambre y las vidrieras aún sucias de la última calima del siglo pasado.

El ministerio concedió una espectacular partida presupuestaria de auténtico cine de acción, nada más y nada menos que un millón de euros para la remodelación definitiva de la Catedral de La Laguna. Con razón sus majestades no tardaron en pasearse por las calles laguneras unos días después, para cortar la cinta de la esplendorosa fundación artística de Cristino de Vera, recién estrenada para el recreo visual de los típicos sibaritas de regodeo cosmopolita y la curiosidad de los estudiantes de bellas artes que mal viven en la precariedad de su facultad tercermundista.

Todo esto a escasos metros de un mercadillo municipal a punto de derrumbe, la antigua universidad de San Fernando que suspendería con un cero a la concejalía de urbanismo, el misterio sacrosanto del convento donde reposa la monja incorrupta y las fachadas fantasmagóricas de muchas casonas históricas de renombre, con los únicos inquilinos del municipio que no pagan tributos, las palomas aceitunadas que gorjean de pena en las alturas.

Ante este panorama tragicómico, hay que preguntarse seriamente como es posible que en estos tiempos de crisis, con la sensibilidad a flor de piel de muchas familias con todos sus miembros en paro, se promuevan con tan poca ética periodística estas cifras astronómicas, más aún cuando las bóvedas catedralicias a pique de un desmoronamiento final representan la metáfora de nuestros malsanos techos culturales.

Y no se trata de cuestionar la necesidad de unas obras que garanticen al fin la viabilidad y embellecimiento de un símbolo histórico del municipio lagunero- más apegado a las postales paganas que a la devoción con botafumeiros- sino al procedimiento inadecuado de las autoridades políticas que siempre llegan a destiempo, tardíamente y con las sirenas de urgencia a toda mecha cuando ya sólo quedan las ascuas de la vergüenza.

A fin de cuentas, ¿arreglarán en el millonario quirófano ministerial los desperfectos causados por las termitas en los retablos y los altares de la fe?. ¿De qué sirve remedar únicamente la desfasada estructura de hierro y los basamentos de hormigón de la catedral lagunera mientras otros espacios también emblemáticos para la cultura insular siguen bajo la erosión del olvido más apabullante?. Basta acercarse a la curva de Gracia para contemplar el tejado desconchado de la que fue residencia del poeta Nicolás Estévanez, aún pendiente de los arreglos más urgentes tras años de desidia administrativa y las promesas incumplidas del Cabildo.

Hace unas horas tuvo lugar la increíble demolición de uno de los guachinches tradicionales con mayor solera histórica, el tractor actuaba sin pudor entre los escombros de “La Oficina” llenando de polvo la calle de Las Bolas, a pocos metros de la mágica torre de La Concepción, el lugar donde afamados escritores laguneros como “Nijota” se echaban unas perras de vino y escribían ocurrencias ingeniosas que se perpetuaban en el futuro.

Ahora no hay nada, solamente un plan de construcción privada para un hotel, supuestamente también habrá un museo para el regocijo estúpido de los turistas sin un céntimo en el bolsillo y que aparecen cada día con sus cámaras digitales como los únicos destinatarios de las bellezas municipales, y hasta el viejo bodegón lagunero que al parecer será reconstruido sobre los nuevos planos de obra que ya tienen su número de expediente colgando entre las vallas siniestras que ocultan el destrozo a la mirada vecinal.

Pero no volverá a ser igual, ni por un millón de euros, jamás

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